Recuerdos de Cuba 1895-1902

El rostro de Pablo, a pesar de los años, volvía a iluminarse cada vez que tropezaba con una noticia de Cuba en el periódico.

Los domingos, tras la misa, sentado entre los muros de adobe del patio, el viejo carpintero desmenuzaba el ABC con parsimonia desesperante, hasta que su mujer, o alguno de sus hijos, le recordaba la hora de comer tirando de su blusón.

Metódico en su lectura, arrancaba por las páginas del extranjero. Y siempre, con la esperanza de encontrar alguna noticia de la isla. Algo que, por cierto, en aquellos finales años cincuenta, era bastante habitual. El carretero leía y releía una y otra vez aquellas crónicas sobre las victorias de Castro y sus hombres, quienes ya amenazaban seriamente el régimen del Batista.

La sangre le hervía devorando aquellas líneas. Muchas veces, llevado por la épica y heroicidad de la crónica y otras, en cambio, por la desesperación al detectar algún gazapo.

-¡Pero si Matanzas está a más de una hora de La Habana!-, decía Pablo en voz alta rompiendo el silencio del patio manchego.

Tras la exclamación, miraba al cielo pensativo.

Sumido en las emociones y enojos que escondían sus lentes de concha redonda, Pablo abandonaba el periódico sobre las piernas. Y en la raya que separa la realidad de los sueños, el viejo carpintero recordó, una vez más, el día que supo que tenía que hacer la guerra.

Pablo era un aprendiz de carretero en la marca de los 20 años. Como a otros mozos del pueblo, le llegó la hora de sortear. La vieja plaza, que años después sería devastada por el fuego, estaba aquella mañana fría de octubre repleta. La voz del alguacil sonó latosa, pero se elevó del murmullo general.

Pablo oyó su nombre y su número. Era bajo, sinónimo de mal destino. Y así fue. Su destino: Ultramar.

A su madre le fallaron las piernas y cayó desplomada. Su novia, aquella moza de moño y vestido negro, elevó los ojos al cielo ante la expectativa de retrasar la boda quién sabía hasta cuándo.

Pablo, y otros catorce mozos del pueblo, tenía el destino en Cuba. El joven carretero, no sabía ni dónde estaba la isla, ni lo que acontecía en ella aquellos meses. Nunca pensó que él, un manchego que desconocía lo que ocurría cincuenta kilómetros más allá del pueblo, vestiría el uniforme de rayón a tantas leguas de su casa.

Todo el pueblo salió a la calle para despedir a los mozos. No faltó la limoná, ni las albondiguillas, ni la mistela, ni las pastas. Pablo recogió, no sin algo de vergüenza, algunos reales de los vecinos y esperó la hora de la partida. Primero en carro, hasta el primer pueblo cercano con tren. Y desde aquel pequeño nudo ferroviario, hasta Madrid. Se presentó en la Caja y horas después volvió a subir a otro tren, repleto de mozos y con destino al campamento de San Fernando, en Cádiz.

Los quince mozos manchegos, junto con otros de la comarca, pronto formaron cuadrilla. No sin recelo, por aquello de la rivalidad entre los pueblos. Pero pronto, aquel inocente orgullo entre vecinos quedó aplastado por la disciplina del cuartel. Las tardes que la instrucción y el calor primaveral no les dejaba exhaustos, la aprovechaban para sentarse frente al mar. Un horizonte mucho más inmenso que el de las tierras de su hogar.

En la playa, Pablo y sus compañeros tropezaron con otros mozos cuyo castellano les resultaba difícil de entender. Habían oído hablar en andaluz pero nunca, en aquel tono melodioso que sonaba a cantinela de misa.

Los reclutas gallegos rompieron el silencio.

-Somos de Pontevedra y partimos en mayo para Santiago-, exclamó uno con la cabeza al cero.

-¡Pero de Cuba, carallo!- gritó uno rubio provocando la risa de sus compañeros.

Los manchegos no entendieron muy bien la broma, pero esgrimieron una sonrisa. Intercambiaron un poco de caldo para fumar y siguieron hablando. De los gallegos, aprendieron los peligros de la travesía. Cómo sobrellevar el mareo en el barco, y que había que rezar tres rosarios a la Virgen del Carmen si la mar se ponía bronca.

Más de una tarde coincidieron con los de Pontevedra en aquella playa, y entre bocanadas saladas y ahogadillas, aprendieron a nadar y a mondar gambas.

Pablo escribió a su madre horas antes de embarcarse en el vapor Satrústegui. En la carta, le decía que estaba bien, que comía todos los días y que no se separaba de los del pueblo. "Espero, madre, regresar para los Santos. Dile a la Isabel que estoy bien", terminaba el folio escrito a plumín. "Tu hijo, que te quiere".

Tres semanas más tarde, Pablo vió el malecón de La Habana. Al desembarcar, un ola de calor húmedo y asfixiante inundó su cuerpo. Con el mosquetón en el hombro, y sin apenas tiempo para acostumbrarse al suelo firme, comenzó a pie la marcha hasta Santa Clara, 200 kilómetros al sur de La Habana. Y allí, se incorporó a su regimiento de artillería, Zaragoza 12.

Pablo se estremeció al llegar al cuartel. Los soldados estaban muy delgados. Los uniformes, descoloridos y la moral, por los suelos. El recinto militar estaba dentro de la ciudad y Pablo, pasó su primer invierno tropical haciendo garitas. No tuvo contacto con el enemigo pero sí, con las gentes de Santa Clara, que le maravillaron.

Desde aquella garita de poniente, a eso del mediodía, Pablo distraía la guardia observando a las guajiras y mulatas. Jamás pensó, en su lejana Mancha, que una mujer pudiera ir tan ligera de ropa sin ser criticada.

Pronto se acostumbró a la contemplación de las cubanas. Incluso intimó con una. Y, con el paso del tiempo, se hizo algo parecido a un novio. Por las tardes, agarrado aquella joven cubana zumbona, al igual que otros soldados, paseaba por el centro de Santa Clara despreocupado, ajeno a aquella realidad castellana de la que procedía y que, en aquel momento, le parecía tan distante.

Una tarde, la joven le dijo que ya era hora de que hicieran el amor. Pablo se sorprendió, pero se dejó llevar atraído por la simpatía y desparpajo de aquella mujer. Gozó con ella, ésa, y otras decena de tardes. Hasta que las cosas en el cuartel empezaron a ponerse mal, y su regimiento tuvo que retroceder hasta Matanzas.

Una tarde, junto con un pelotón formado por vizcaínos, topó con el enemigo en una cañada. Fue un cara a cara ineludible. Los españoles pronto quedaron sin balas y echaron mano de la bayoneta. Vadearon sigilosamente el nido de metralletas que les amenazaba y se abalanzaron sobre el enemigo, que huyó ante el ataque suicida. Nadie murió en aquella escaramuza pero Pablo, topó con la retirada de un joven con el pelo cobrizo, al que hizo prisionero sin saber muy bien cómo.

De regreso al cuartel con el preso, Pablo se preguntaba qué llevó a aquel soldado americano a Cuba. Y se preguntó, qué hacía él también allí. Recordó aquellas tardes en Cádiz, cuando los gallegos le enseñaron a nadar y le hablaban de su tierra. Pablo, pensó que aquel soldado preso también podría enseñarle cosas de su pueblo y que él, también podría enseñarle a preparar unas migas de pastor y que ambos, podían incluso hacerse amigos.

Pablo estuvo en muchos destinos y en muchas escaramuzas. Vio la muerte y la tragedia a su alrededor. Y sintió el miedo en su cuerpo. Cuando le llegaba, Pablo pensaba en su carretería, en su madre y en su novia Isabel que seguramente, andaría por el pueblo repleta de refajos y guardándole riguroso luto.

Una tarde, ya en la La Habana, supo que la guerra había acabado. Pero aún, tardó varios meses en ser repatriado.

El vapor de vuelta estuvo varias veces a punto de hundirse por las heridas que amontonaba en el casco. En un ordinario recuento, Pablo escuchó el nombre de varios

jóvenes de su pueblo, de los que llevaba cuatro años sin saber nada. Los encontró y, haciendo números, supo que de aquellos 15 que salieron del poblachón manchego, sólo 7 regresaban a casa. Cuatro de aquellos mozos murieron en la batalla y, otros cuatro, decidieron quedarse en la isla para hacer fortuna.

Pablo desembarcó en Cádiz. Encontró tristeza y amargura en las caras de las gentes que los miraban al desfilar por el barrio de la Viña. Con el traje raído por el uso, y junto con sus compañeros de armas, montó a un tren que le llevó lo más cerca de su pueblo.

Llegaron a la plaza por la noche. Nadie les esperaba. Echaron un último pitillo como soldados y se despidieron. Sabían, que en ese momento, el salto en el tiempo del que habían sido protagonistas, había terminado. Cada uno se dirigió a sus casas. Pablo a la suya. Abrazó a su madre, se incorporó a la carretería y se casó seis meses después con Isabel. Y sólo mucho tiempo después, sentado en el patio de casa, Pablo se atrevió a desempolvar aquellos recuerdos que, cada domingo, le brotaban antes de quedar dormido. Aquellos recuerdos que le acompañaron hasta su muerte.

Autor SEUDONIMO: José Martí.

 

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